martes, 9 de diciembre de 2014

EL MISTERIO DE MARÍA (CON MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN DE LA INMACULADA Y DESPUÉS DE PARTICIPAR EN UN DRAMA MEDIEVAL DE LA ASUNCIÓN)

1.      “Cristo Nos lleva a María porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio” (EG, 285). En la homilía de hoy he leído los párrafos que el papa Francisco dedica a Santa María, al final de su exhortación “Evangelii Gaudium”.


“Ella es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús… Ella es la esclavita del Padre… Ella es la amiga siempre atenta… Ella es la del corazón abierto… Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos… Ella es la misionera…” (EG, 286). Yo no sé cómo sentirán estas palabras los amigos y amigas que han dejado nuestra Iglesia Católica. A muchos de ellos, que probablemente antes no se significaban en la comunidad, ahora se proclaman enamorados y enamoradas del mismo Jesucristo. Me pregunto cuáles serán las razones de que hayan tenido que alejarse de la Iglesia que los engendró en la fe. Si ahora no sabrán qué hacer con la figura de María Madre, la que decimos nosotros que mantiene el calor de hogar dentro de la Iglesia católica. Y también me alegro de que ahora los siento más cercanos en la nueva familia de Jesús.

2.      Me llegaban estos pensamientos a la mente cuando anoche venía de la Catedral de Palma de participar en “el Misteri de la Selva”. Un drama medieval sobre la asunción de María. Cuando en adviento empieza la historia de María de Nazaret, y voy pisando la alfombra de hojas otoñales, vengo de celebrar el último misterio glorioso, su coronación en el cielo, de manos de su Hijo, en el coro que describe el Apocalipsis.


El “Misteri de la Selva” (Camp de Tarragona) es una “representació de l’Assumpció de Madona Santa Maria” del siglo XIV. Escrito en un catalán medieval espléndido, cantado sin acompañamiento musical con melodías gregorianas o polifónicas llenas de unción. De la misma época en que los antiguos gremios levantaban la seo de Mallorca a orillas del mediterráneo y el maestro Ramon Llull componía sus versos trovadorescos para cantar el amor divino. Más de un centenar de personajes, la mayoría jóvenes, con sus vestes litúrgicas:  Las casullas rojas y verdes, las albas, las estolas moradas, las capuchas puestas o quitadas, los cirios prendidos, el incensario… escenificaban el icono de todo un Pueblo sacerdotal. Ángeles y apóstoles, santos y coros que entonaban alabanzas, los lavados en la sangre del Cordero.


      3.  “Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño… Ella es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia… Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización” (EG, 288).


Nuestra Señora (“Nostra Dona”, María) llena de dulzura, muere de añoranza de su Hijo, con la autoridad de matriarca en la primera comunidad apostólica. Dialogando con el ángel, recibiendo en su mano la palma bajada del cielo (“el ram polit”), durmiéndose serenamente en el lecho que será llevado en procesión, su delicado despertar en brazos de Jesús. No me sentí cómodo del todo con el festejo de su coronación, en el paso de madre a reina proclamada. Ocupando su sitio a la derecha del Hijo, con la corona real en la frente, distinguida y un poco distante. Tal vez será por esto que la obra acaba con una proclama real que ella hace a todo el pueblo, prometiendo su constante protección. Hierática, como las imágenes de los presbiterios románicos y góticos. Pero todos nos sentimos arropados  en la misma comunión de los santos pidiéndole a la “Marededéu i mare nostra” refugio y refrigerio (“algun refreschament”) para el camino.
 


Una buena celebración del misterio de María, desde el anverso y el reverso, desde la íntima experiencia inicial de su fe (anunciación) que no podemos penetrar, hasta la resurrección y la exaltación (glorificación en la comunión de los santos) que nos atrevemos a esperar.

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