lunes, 28 de abril de 2014

No nos escandalicemos de las heridas de Cristo (IIº Domingo de Pascua)


Este blog lleva por título “Las heridas del corazón” y me incomoda no comentar nada al respecto en estos días en que se reivindican las heridas.
Ya lo hice en su día con las homilías pascuales del papa Benedicto. Ahora el tema cobra más resonancia en boca del papa Francisco. Ha dicho: “Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar las heridas y de dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña después de la batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene alto el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto. Curar heridas, curar heridas…”

Y fue tema central de la homilía del Domingo pasado, cuando leemos el evangelio de Tomás y celebraba la canonización de de Juan Pablo II y Juan XXIII. Vean la homilía completa http://www.youtube.com/watch?v=17AXfTaQc8c
“En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.
Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5).

Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz…
Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42-47). Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.

Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos…
Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama”.


No nos avergoncemos de las llagas de Cristo (en nosotros, en nuestra familia y comunidad, en la Iglesia). Son las arrugas de nuestra viejita que nos ha dado vida.  No nos escandalicemos de la carne de Cristo. Metamos las manos en sus heridas, en sus heridos. Con ellas nos cura continuamente. A través de ellas llegamos a su Corazón, donde está la fuente de la ternura. 

sábado, 12 de abril de 2014

Lázaro, el hombre que murió dos veces (3-4)

¿Murió, realmente, o sólo estuvo suspendida su vida en aquellos cuatro días? Continuamos con la segunda parte del artículo de José Luis Martín Descalzo

  






3. Las consecuencias

Muchos de los judíos que habían venido a Betania y vieron lo que había hecho, creyeron en él, pero algunos se fueron a los fariseos y les dijeron lo que había hecho Jesús. Y desde aquel día tomaron la resolución de matarle (11, 45-54). Esta es la lógica de la raza humana. Como comenta Fulton Sheen: "De la misma manera que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro endureció algunos corazones para la incredulidad y ablandó a otros para la fe. Algunos creyeron, pero el efecto general fue que los judíos decidieron condenar a muerte a Jesús".

El apóstol sabe muy bien que los milagros no son remedios contra la incredulidad. Si Lázaro y sus hermanas hubieran creído hacer algún favor al triunfo de Cristo, «ayudándole» con un supuesto milagro, habrían demostrado, entre otras cosas, muy corta inteligencia y mucho desconocimiento de la realidad. Habrían, en definitiva, acelerado su muerte. Porque los fariseos poco hubieran tenido que temer de Cristo si éste hubiera sido un impostor. Era el conocimiento de su poder divino lo que les empujaba a la acción, porque eso era lo que le volvía verdaderamente peligroso. No niegan sus milagros. Al contrario: lo que les alarma es precisamente que hace muchos, y que la gente le seguirá cada vez en mayor número. Estrecharán el cerco, no porque le crean un impostor, sino porque se dan cuenta de que no lo es.

Jesús lo sabe. Tenía razón en el fondo Tomás al decir que subir a Jerusalén era ascender a la muerte. Jesús no sólo se ha metido en la madriguera del lobo, sino que le ha provocado con un milagro irrefutable. La resurrección de Lázaro no dejaba escapatoria: o creían en éI, o le mataban. Y habían decidido no creer en él. Por eso esta resurrección era el sello de su muerte. Pero aún no había llegado su hora. Por eso señala el evangelista que, después de estos hechos, Jesús ya no andaba en público entre los judíos; antes se fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem, y allí moraba con los discípulos (Jn 11, 54).


4. Las otras lágrimas

Lo que no podía evitar Jesús era la tristeza. Y no muchos días más tarde sus ojos volverían a llenarse de lágrimas. Pero de lágrimas esta vez diferentes: Así que estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día comprendieras los caminos que llevan a la paz! Pero no, no tienes ojos para verlo (Lc 19, 41). No tenían ojos, efectivamente. Ante sus ojos se les había puesto la prueba definitiva: habían visto un muerto de cuatro días levantándose con sólo una palabra; había ocurrido a la luz del día y ante todo tipo de testigos, amistosos y hostiles; tenían allí al resucitado con quien podían conversar y cuyas manos tocaban. Pero su única conclusión era que tenían que matar al taumaturgo y que eliminar su prueba.

Es por esta ceguera por lo que ahora llora Cristo. Un día, esa ciudad que ahora duerme a sus plantas bajo el sol, será asolada porque no supo, no quiso entender. Y serán los jefes de ese pueblo los supremos responsables; los mismos que acudieron a Betania seguros de que Jesús no se atrevería a actuar ante sus ojos; los mismos que de allí salieron con el corazón más emponzoñado y con una decisión tomada. Y Jesús ve ya esa ciudad destruida, arrasada, sin que quede en pie una piedra sobre otra. Y llora. Porque quiere a esta ciudad como quería a Lázaro. Pero sabe que si él puede vencer a la muerte y a la corrupción de la carne, se encuentra maniatado ante un alma que quiere cegarse a sí misma. El es la resurrección y la vida, pero sólo para quien cree en él. Lázaro, en realidad, dormía. Su alma no se había corrompido, no olía a podredumbre. Los fariseos, que horas más tarde regresaban hacia sus madrigueras, creían estar vivos. Pero sus almas olían mucho peor que la tumba de Lázaro. 

(Tomado de "Vida y misterio de Jesús de Nazaret", III, ED. SÍGUEME)

miércoles, 9 de abril de 2014

Lázaro, el hombre que murió dos veces (1-2)


Propongo para esta 5ª Semana de Cuaresma una bella lectura del sacerdote escritor  José Luis Martín Descalzo. 

1. El misterio de Lázaro

Detengámonos para preguntarnos por el misterio de esta alma, el más agudo misterio de cuantos existan. ¿Qué experimentó Lázaro? ¿Qué significaron para él esos cuatro días... dónde, dónde? ¿Qué fue para él la vida y cómo cruzó los años después de su regreso? Desgraciadamente nadie responderá a estas preguntas. Escritores, poetas, han girado sobre esta misteriosa existencia, pero sólo pueden ofrecernos sus imaginaciones o aplicar a Lázaro lo que ellos piensan de la vida y de la muerte.

Luis Cernuda nos contará, por ejemplo, que a Lázaro no le gustó resucitar. Que al oír la llamada de Jesús:

"hundió la frente sobre el polvo
al sentir la pereza de la muerte.
Quiso cerrar los ojos,
buscar la vasta sombra",
–y que, forzado por aquella voz que le arrastraba–
"sintió de nuevo el sueño, la locura
y el error de estar vivo",
–y tuvo que pedirle al Profeta–
"fuerza para llevar la vida nuevamente",
–aunque, al menos descubriera que, en adelante,
debería vivir trabajando–
"no por mi vida ni mi espíritu,
mas por una verdad en aquellos ojos
entrevista ahora".

Hermoso, sí, pero ¿quién nos lo certifica? Para Jorge Guillén, al contrario, Lázaro no se encontró nada a gusto muerto. Se encontró harapiento despojo de un pasado, siendo ya, no Lázaro, sino ex-Lázaro, en un fatal naufragio oscuro. Por eso, cuando Jesús le resucite, le pedirá que le deje aquí, en la pequeña y dulce tierra de los hombres, y que su cielo no sea otra cosa que una pequeña Betania, en una gloria terrena. De nuevo, poesía, sólo poesía.

En realidad nada sabemos de lo que atravesó antes, durante y después, por el alma de Lázaro. ¿Murió, realmente, o sólo estuvo suspendida su vida en aquellos cuatro días? ¿Su «segunda» vida fue, en realidad, una «segunda vida», o una prolongación de la anterior? ¿Añadió Cristo «un codo más» a su existencia? ¿Y cómo fue ese añadido? Las leyendas han tejido este segundo «trozo» de vida de Lázaro, hasta hacerle algunas obispo de Lyon muchos años más tarde. Pero sólo son leyendas. Tal vez lo único que sabemos -que tenemos derecho a suponer- es que Lázaro comenzó a vivir «de veras» ahora que sabía lo que la muerte era. Es decir, que vivió como los hombres todos deberían hacerlo si se sintieran resucitar cada mañana.

        
                                               

2. La verdadera vida 


Lo que sí podemos hacer nosotros -aunque San Juan no lo haga expresamente- es leer esta página a la luz de todo el resto de su evangelio. Para empezar descubriendo que el concepto de «vida» y el de «vida eterna» son dos de las ideas claves de todo el cuarto evangelio y dominan todo el cuadro que éste da de la salvación obrada por Cristo. Como comenta Wikenhauser la noción de «vida» en Juan corresponde en importancia a la de «reino de Dios» en los sinópticos. 21 veces aparece en este evangelio la palabra «vida», 15 las palabras «vida eterna».

Según Juan, Jesús es siempre depositario y dispensador de la vida. Hablando de sí mismo dice que vive, es decir, que posee la vida (6, 57; 14, 19), que tiene la vida en sí mismo (5, 26), que es la vida (11, 25, 14, 6). Antes de la encarnación la vida estaba en él (1, 4), él era la palabra de vida, en él está la vida que nosotros hemos recibido de Dios. Por eso él es la resurrección y la vida (11, 25), el camino, la verdad y la vida (14, 6). Por eso se designa a sí mismo como el pan de vida (6, 35-48), como luz de la vida (8, 12), como aquel que da el agua viva (4, 10-11; 7, 38), el pan vivo (6, 51). Sus palabras son espíritu y vida (6, 63), palabras de vida eterna (6, 68), porque vivifican, dispensan la vida. El vino al mundo para darle la vida (6, 33; 10, 10). El comunica la vida a los hombres de acuerdo con la voluntad divina y por encargo de Dios (17, 2); Dios les da vida a través de él (1 Jn 5, 11).

Dios es el Padre que vive (6, 57). Él es el único que originalmente posee la vida y Él quien la comunica. No hay otra vida que la que Dios posee. Los hombres tienen vida en el Hijo, en su nombre (3, 15; 20, 31). Y esta vida que el Hijo comunica a los hombres es mucho más que la vida natural, es la vida trascendente del mundo superior, la vida eterna, un bien en orden a la salvación, o, para ser más exactos, es la salvación misma, la condición de quien está salvado. Los hombres realmente vienen al mundo privados de vida, creen vivir pero están muertos, están en la muerte, y lo están mientras no reciban vida de Jesús.

A la luz de todo esto, ¿podemos entender mejor lo sucedido a Lázaro? ¿No será su resurrección, además de un milagro, un paradigma de todo el pensamiento de Jesús sobre la vida y la muerte? ¿No tiene o puede tener todo hombre dos vidas, una primera y mortal, y una segunda que se produce en su encuentro con Cristo? ¿No es todo creyente un Lázaro... que tal vez ignora que lo es? ¡Ah si todos vivieran su «segunda y verdadera vida» como debió de vivirla Lázaro!

Pero evidentemente la resurrección del hermano de Marta y María fue sólo un ensayo. Y tal vez no debiéramos ni siquiera llamarla resurrección. Hay teólogos que prefieren hablar de «resucitación», para diferenciarla de la verdadera, la de Jesús. Porque el Lázaro de Betania volvió a morir años o meses después de su primer «regreso». La segunda vida, o el segundo trozo de su vida, no comportaba la inmortalidad, que es la sustancia de la resurrección. En Jesús, la segunda vida fue la eterna, la inmortal, la interminable. En Lázaro, hay que repetirlo, sólo hubo un anuncio, un ensayo. En todo caso el verdadero y más profundo milagro de aquel día, más que la misma recuperación de la vida terrena, fue el encuentro de Lázaro con Cristo. Un milagro, una fortuna, que cualquier creyente puede encontrar. (continuará)