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¿Murió, realmente, o sólo estuvo suspendida su vida en
aquellos cuatro días? Continuamos con la segunda parte del artículo de José Luis Martín Descalzo
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3. Las consecuencias
Muchos de los judíos que habían venido a Betania y vieron lo que había hecho,
creyeron en él, pero algunos se fueron a los fariseos y les dijeron lo que
había hecho Jesús. Y desde aquel día tomaron la resolución de matarle (11,
45-54). Esta es la lógica de la raza humana. Como comenta Fulton Sheen:
"De la misma manera que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla
sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro endureció algunos corazones
para la incredulidad y ablandó a otros para la fe. Algunos creyeron, pero el
efecto general fue que los judíos decidieron condenar a muerte a Jesús".
El apóstol sabe muy bien que los milagros no son remedios contra la
incredulidad. Si Lázaro y sus hermanas hubieran creído hacer algún favor al
triunfo de Cristo, «ayudándole» con un supuesto milagro, habrían demostrado,
entre otras cosas, muy corta inteligencia y mucho desconocimiento de la
realidad. Habrían, en definitiva, acelerado su muerte. Porque los fariseos poco
hubieran tenido que temer de Cristo si éste hubiera sido un impostor. Era el
conocimiento de su poder divino lo que les empujaba a la acción, porque eso era
lo que le volvía verdaderamente peligroso. No niegan sus milagros. Al
contrario: lo que les alarma es precisamente que hace muchos, y que la gente le
seguirá cada vez en mayor número. Estrecharán el cerco, no porque le crean un
impostor, sino porque se dan cuenta de que no lo es.
Jesús lo sabe. Tenía razón en el fondo Tomás al decir que subir a Jerusalén era
ascender a la muerte. Jesús no sólo se ha metido en la madriguera del lobo,
sino que le ha provocado con un milagro irrefutable. La resurrección de Lázaro
no dejaba escapatoria: o creían en éI, o le mataban. Y habían decidido no creer
en él. Por eso esta resurrección era el sello de su muerte. Pero aún no había
llegado su hora. Por eso señala el evangelista que, después de estos hechos,
Jesús ya no andaba en público entre los judíos; antes se fue a una región
próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem, y allí moraba con los
discípulos (Jn 11, 54).
4. Las otras lágrimas
Lo que no podía evitar Jesús era la tristeza. Y no muchos días más tarde sus
ojos volverían a llenarse de lágrimas. Pero de lágrimas esta vez diferentes:
Así que estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al
menos en este día comprendieras los caminos que llevan a la paz! Pero no, no
tienes ojos para verlo (Lc 19, 41). No tenían ojos, efectivamente. Ante sus
ojos se les había puesto la prueba definitiva: habían visto un muerto de cuatro
días levantándose con sólo una palabra; había ocurrido a la luz del día y ante
todo tipo de testigos, amistosos y hostiles; tenían allí al resucitado con
quien podían conversar y cuyas manos tocaban. Pero su única conclusión era que
tenían que matar al taumaturgo y que eliminar su prueba.
Es por esta ceguera por lo que ahora llora Cristo. Un día, esa ciudad que ahora
duerme a sus plantas bajo el sol, será asolada porque no supo, no quiso
entender. Y serán los jefes de ese pueblo los supremos responsables; los mismos
que acudieron a Betania seguros de que Jesús no se atrevería a actuar ante sus
ojos; los mismos que de allí salieron con el corazón más emponzoñado y con una
decisión tomada. Y Jesús ve ya esa ciudad destruida, arrasada, sin que quede en
pie una piedra sobre otra. Y llora. Porque quiere a esta ciudad como quería a
Lázaro. Pero sabe que si él puede vencer a la muerte y a la corrupción de la
carne, se encuentra maniatado ante un alma que quiere cegarse a sí misma. El es
la resurrección y la vida, pero sólo para quien cree en él. Lázaro, en
realidad, dormía. Su alma no se había corrompido, no olía a podredumbre. Los
fariseos, que horas más tarde regresaban hacia sus madrigueras, creían estar
vivos. Pero sus almas olían mucho peor que la tumba de Lázaro.
(Tomado de "Vida y misterio de Jesús de Nazaret", III, ED. SÍGUEME)
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