Este blog lleva por título “Las
heridas del corazón” y me incomoda no comentar nada al respecto en estos días en
que se reivindican las heridas.
Ya lo hice en su día con
las homilías pascuales del papa Benedicto. Ahora el tema cobra más resonancia en
boca del papa Francisco. Ha dicho: “Veo con claridad que lo que la Iglesia
necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar las heridas y de dar
calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia
como un hospital de campaña después de la batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a
un herido si tiene alto el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas.
Ya hablaremos luego del resto. Curar heridas, curar heridas…”
Y fue
tema central de la homilía del Domingo pasado, cuando leemos el evangelio
de Tomás y celebraba la canonización de de Juan Pablo II y
Juan XXIII. Vean la
homilía completa http://www.youtube.com/watch?v=17AXfTaQc8c
“En el centro de este
domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que Juan Pablo II quiso
dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo
resucitado.
Él ya las enseñó la primera
vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana,
el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde no estaba; y, cuando los
demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y
tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de
nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se
dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero,
aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló
delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús son un
escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el
cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque
aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son
indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para
creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías,
escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5).
Juan XXIII y Juan Pablo II
tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y
su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se
escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano
(cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos
hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron
testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos
y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos,
Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y
Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se
manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres
contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una
esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La
esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que
nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en
el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores
hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz…
Esta esperanza y esta
alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén,
como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42-47). Es una
comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la
misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y ésta es la imagen de la
Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II
colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según
su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de
los siglos…
Que
ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos
en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona,
porque siempre ama”.
No nos avergoncemos de
las llagas de Cristo (en nosotros, en nuestra familia y comunidad, en la
Iglesia). Son las arrugas de nuestra viejita que nos ha dado vida. No nos escandalicemos de la carne de Cristo.
Metamos las manos en sus heridas, en sus heridos. Con ellas nos cura
continuamente. A través de ellas llegamos a su Corazón, donde está la fuente de la ternura.