“Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”.
El miedo que no nos deja, como si no hubiéramos pasado todavía de la Semana del dolor a la Semana de gloria. Los miedos personales, los familiares, los nacionales, los que podríamos controlar y los que nos desbordan. Recién llegado a Santiago de los Caballeros, Jaime Vinicio quiso llevarme a ver la ciudad iluminada de noche. Recorrimos las calles del Sol, de san Luis, de la Restauración… Serían las 11 pm, pero me quedé sobrecogido ante el espectáculo de las calles desiertas, sin un alma, sin un haitiano que regresara tardío, sin una bullita. El miedo que tranca las puertas y los portones; “esto es un fenómeno mundial”, comentan, por los atracos, los asaltos, la inseguridad ciudadana.
Y en esto entra Jesús, nos enseña las manos y el costado. “Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”. Tinto, el viejo patriarca de la comunidad, ciego y rendido en una silla de ruedas, llevaba días, lavado, peinado y bien vestido esperando que el P. Jaime llegara “esta noche”… Se me vinieron a la mente las parábolas de la vigilancia escatológica. Nuestro desconcierto al escuchar que Él nos dice: “Trae tu mano y métela en mi costado”, tus heridas en mis heridas. ¡Caramba!, uno esperaba otra cosa, que desaparecieran las llagas… Llega con las heridas de siempre pero transfiguradas, en señal de resurrección.
Me sorprende que en la eucaristía de esta noche celebremos las bodas inminentes de Penélope, con toda la ilusión del primer día del Génesis, cuando toda el universo se adornaba “como una novia para su esposo”. Ellos deciden que Jesús (la piedra desechada por los que se creen arquitectos), siga siendo la piedra angular de esta familia.
Me encanta que mis amigos Juan Pablo y Ana, en el miedo de la crisis violenta e interminable de años sin trabajo (como sólo él sabe), hayan tenido la valentía de ir a por la parejita… y esperan ilusionados el nacimiento de su hija para el día de hoy. Porque cuando “empujaban y empujaban para derribarme, el Señor me ayudó”.
Me conmueve que mi hijo y hermano Isaías Mata, con sus 27 años, se adelante mañana ante el altar de la parroquia de los Sagrados Corazones de Fantino porque escuchó la pregunta del Señor de los ejércitos: “¿A quién enviaré?” Y él, a pesar del miedo, responda: “Envíame a mí”, ordéname para el sacerdocio y la misión.
Entiendo lo que significa que la familia de José Durán haya querido reunirse también en esta eucaristía, en un nuevo aniversario del fallecimiento de su padre, que sigue vivo “por una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera”.
Refuerza mi fe que, a pesar del miedo, haya hermanos y hermanas como ustedes: “constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones”
Un teólogo que admiro mucho, Víctor Codina, se pregunta: “¿Por qué no se suicidan los pobres, sino que luchan por la vida, se casan, tienen hijos, esperan un mañana mejor, compran flores y celebran fiestas? La respuesta es profunda y sencilla al mismo tiempo: el Señor que les revela los misterios del Reino suscita en ellos una gran esperanza, sienten que Diosito siempre les acompaña”.
Esto es lo que refuerza nuestra esperanza y nos mantiene en comunión, aunque vivamos separados por casi 5000 kms: ¿Jesucristo vive, ha resucitado! No hemos visto a Jesucristo, pero lo amamos; no lo vemos, pero creemos en él. “Demos gracias al Señor porque ha sido bueno con nosotros”.
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