Mientras escribo este comentario, una tormenta tropical se aproxima a las costas del Caribe. Se me ocurre que podríamos ver las lecturas de este domingo como tres instantáneas de las tormentas que sufrimos cuando los vientos nos soplan contrarios.
La primera nos habla de la tentación profética de Elías. En una crisis nerviosa suplica al Señor que le deje morir, pues no soporta seguir huyendo como un perro, el único siervo de Dios superviviente. Entonces se arrastra hasta el Horeb, que es otro modo de llamar al Sinaí, donde se firmó el Pacto entre Dios y el Pueblo, donde arraigaron las raíces de la identidad nacional. Elías sube consumido por el celo, echando humo por las narices y fuego por la boca. Huracán, terremoto, viento, fuego son elementos ligados a su pasado turbulento, y también podríamos hablar del castigo de la sequía, del cuchillo, la sangre… Lo que no se esperaba el profeta es que Dios lo arrinconara en una cueva, como a un toro bravo, y que le quitara todas las banderillas. “Pero Elías, el fogoso e impetuoso, descubre al Señor en una brisa tenue, en un susurro apenas audible. Primero ha tenido que alejarse de la urbe, cruzar el desierto, subir a la soledad de la montaña; después ha tenido que descubrir la ausencia de Dios en los elementos tumultuosos; finalmente, acallado el tumulto, la voz callada trae la presencia que sobrecoge” (La Biblia de nuestro pueblo). Antes había experimentado su vocación profética como una voz que gritaba, denunciaba, mostraba el camino. Ahora hay que probar a ser el que duda porque no tiene todas las respuestas, el que resiste en silencio, el que se comunica con un susurro.
¿Nos dice algo a nosotros esta tentación de acallar la voz de la profecía? ¿Nos anima a abandonar el camino de la violencia, aunque sea en nombre de Dios?
La segunda, nos presenta la herida en el propio linaje del apóstol Pablo. “Siento una pena muy grande, un dolor incesante en el alma; hasta escogería condenarme lejos de Dios y de Cristo, si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi raza”. Pablo ha jurado que Cristo es su vida, pero estaría dispuesto a perderlo todo para que se salven los de su familia y los de su pueblo. Es la crisis dentro de “nuestra misma casa”, allá donde sentimos división, indiferencia o rechazo a causa del nombre de Jesús. Pablo nos sitúa también en “la última frontera de la misión de la Iglesia: el diálogo con otras religiones”. ¿No has experimentado tú también que hay muchos caminos que llevan a la misma meta, que no debemos imponer nuestra verdad a nadie y que lo importante es encontrarnos en el servicio al necesitado?
El evangelio, la tercera instantánea, es una página muy gráfica sobre la tentación del miedo y la inseguridad. En la biblia, el agua, la tempestad y la noche con sus terrores nocturnos son símbolos de inseguridad, angustia y muerte. Y la hora del amanecer, entre las tres y las seis de la madrugada, es el tiempo en que Dios salva enviando a su ángel o resucitando a Jesús. E. Drewermann ve en el agua un símbolo de “todo lo que sentimos en la vida como inconsistente, infundado, abismal: el miedo a la muerte, el miedo al fracaso, el miedo a la falta de sentido, el miedo a las pulsiones del propio inconsciente, el miedo, sobre todo, a lo inacabado, lo informe”. Pedro es el discípulo que se hunde a pesar de su buena voluntad y de su coraje. ¿Quién podrá cogernos del brazo? La “luz de la otra orilla” que, para nosotros cristianos, brilló en Cristo; para otros, en otras tradiciones religiosas o humanistas.
¿Tienes la impresión de que te estás hundiendo en la vida? ¿Te das cuenta que Mt nos dice que seremos sacados del agua si seguimos el camino de Jesús?
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