jueves, 9 de febrero de 2012

Dejar que el sufrimiento ajeno nos toque el corazón (Domingo VIº B: Mc 11,40-45)


Palabras mayores (l, 40-45)

Les propongo que leamos el pasaje de la curación del leproso con ayuda de Carlos Bravo sj, GALILEA AÑO 30, que pueden encontrar en
http://servicioskoinonia.org/biblioteca/bibliodatos1.html

Una vez que andaban por el rumbo de Cafarnaum se toparon con un leproso. Ante aquel hombre, el último de los últimos, se puso a prueba su opción por los pobres y marginados. Los leprosos, además de su enfermedad, tenían que soportar el rechazo de una sociedad que consideraba su enfermedad como causa de contaminación y maldición para el pueblo, de separación de Dios; y, peor aún, la terrible seguridad: ‹‹Dios mismo me rechaza››. Podía decirse, sin temor a exagerar, que un leproso era un hombre muerto en vida; un hombre sin Dios y sin pueblo.

Aquel leproso se atrevió a acercársele y a dirigirle la palabra, expresando en su súplica al mismo tiempo su angustia, su necesidad, su fe y su respeto: ‹‹Si tú quisieras, podrías purificarme››. Se veía no sólo como enfermo sino, tal como le habían enseñado a verse, como impuro y fuente de impureza. Ser impuro significaba estar separado de Dios, incapaz de estar en su presencia, merecedor y causa de maldición y muerte para el pueblo y para quien tratara con él; su mera presencia era fuente de contaminación.

Jesús sintió que le crecía por dentro el coraje ante la injusticia que se hacía a aquel pobre hombre a quien se dejaba solo con su dolor y a quien se marginaba injustamente; porque lo que realmente mancha al hombre no es lo de fuera, sino precisamente la injusticia, el desamor. Y además, marginándolo en nombre de Dios eran injustos contra el Padre, a quien achacaban aquel rechazo.

Jesús midió las consecuencias. E hizo algo que le nació del fondo de las entrañas: para mostrarle que Dios no lo rechazaba, sino que era el Padre cercano al dolor, capaz de dar vida, se acercó al leproso, lo tocó y le dijo: ‹‹Quiero, queda purificado››.

¡Claro que Jesús sabía que lo que estaba haciendo iba contra la Ley! ¡Claro que sabía que lo iban a malinterpretar!. Tocar un leproso era quedar él mismo impuro y convertirse en fuente de contaminación y maldición para el pueblo. Pero ¿de qué otra manera podría mostrarle que Dios no era lo que había dicho? ¿de qué otra manera convencerlo de que el Reino había llegado y era para él precisamente?. Para un hombre condenado a no recibir jamás ninguna caricia ese gesto corporal de salvación era necesario. Y para Jesús el hombre siempre estará por encima de la Ley.

Lo que Jesús había hecho eran ya palabras mayores. Aquel hombre sobrevivía aguardando la piadosa muerte que lo liberara de la muerte física, social y religiosa de su enfermedad, y el Nazareno lo había rescatado de toda esa situación de muerte. Era como resucitar a un muerto. Pero la manera como lo hizo... ¿qué costo tendría aquella acción para Jesús?

El vio claro que había que poner medios para protegerse de las consecuencias negativas que se le vendrían si se supiera lo que había hecho. Y muy en serio, profundamente emocionado por lo que había pasado, lo despidió advirtiéndole muy seriamente: ‹‹Cuídate mucho de no decirle a nadie nada de esto que sucedió; pero ve a mostrarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que prescribió Moisés, como testimonio contra ellos››.

Según la Ley, los sacerdotes eran los que debían dar testimonio de que alguien había sanado la lepra. Eso lo necesitaba el leproso para poder reincorporarse a la sociedad. Pero Jesús le descubría un nuevo sentido a ese acto: era un testimonio contra los sacerdotes, que lo habían marginado injustamente de la sociedad y de la presencia de Dios y que, impotentes para darle vida, sólo podían atestiguar la acción de Dios en favor de aquel hombre. Aquella acción era una denuncia contra la actitud excluyente e injusta de los hombres del culto.

Pero ¿cómo iba a cumplir aquel hombre con ese mandato?. ¿Cómo callar lo que le había sucedido?. En cuanto llegó empezó a proclamarlo una y otra vez, con lujo de detalles, y a divulgar el hecho. Y la consecuencia fue que Jesús ya no podía entrar abiertamente en la ciudad.

Se habían cambiado los papeles: el que había sido leproso ahora entraba a la ciudad; Jesús, en cambio, debía quedarse en las afueras, en el lugar de los leprosos. El que daba la vida debía quedarse en el lugar de la muerte; el enviado de Dios era visto como incapaz de estar en su presencia; era el impuro Jesús, identificado con la suerte de los leprosos.

Mas la gente sabe entender dónde está la vida y dónde no. El no podía entrar abiertamente en las ciudades, y tenía que quedarse fuera, en lugares desiertos, pero de todas partes venían a él. El desierto se convertía en lugar de vida. La vida no estaba en el centro sino en los márgenes. Donde el marginado Jesús, el que ha decidido mancharse las manos con el dolor del hombre.


Preguntas para reflexionar:
1. ¿Conoces tú algunos casos de gente marginada como este leproso, condenada a no recibir caricias de nadie?
2. ¿Cómo reacciona tu Iglesia ante estos traspasados y crucificados? No sólo los sacerdotes, sino los miembros de tu comunidad cristiana. ¿Cómo dejamos que se “nos conmuevan las entrañas”, que estos casos nos toquen el corazón?
3. ¿Tienes algún caso en que lo que deberías hacer se convierte en “palabras mayores”, trae consecuencias importantes?
¿Cómo lo intentas solucionar?

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