“ESCUCHA ISRAEL,
ADONAI, NUESTRO DIOS, ADONAI ES ÚNICO.
(SHEMÁ ISRAEL, ADONAI ELOÉINU, ADONAI EJAD)
(En voz baja) Bendito sea Su glorioso nombre hasta la eternidad.
(Baruj Shem Kevod Maljutó Leolam Vaed).
AMA
A TU DIOS CON TODO TU CORAZÓN, CON TODO TU SER,
Y CON TODAS TUS
FUERZAS.
LAS LEYES QUE TE PRESCRIBO HOY LAS GRABARÁS EN TU CORAZÓN.
LAS EXPLICARÁS A
TUS HIJOS, MEDITARÁS EN ELLAS EN TODA OCASIÓN, AL
AMANECER Y AL ANOCHECER.
ÁTALAS POR SIGNO SOBRE TUS BRAZOS. PONLAS POR SEÑALES SOBRE TU
FRENTE.
Y LAS ESCRIBIRÁS EN LAS ENTRADAS DE TU CASA Y DE TUS CIUDADES”.
En la sinagoga
aprendió a leer sobre la Biblia, a entender lo que era la fe estudiando la
historia de Abraham y Sara, como Dios había liberado a su pueblo de la
esclavitud de Egipto y le había dado la Ley para hacer alianza con él, como
era un Dios único, creador del cielo y de la tierra, a alabarlo con la
plegaria de los salmos, a esperar la llegada del Mesías
Pero en el seno
de su familia (la Sagrada Familia de Nazaret), con María y José, Jesús tuvo
una experiencia particular de Dios: Aprendió a llamarlo Padre. Y no sólo Adonai
(Señor), o Yavé (El que viene a salvar, palabra que no pronunció nunca por
respeto), ni Yavé Sebaot (Señor de los Ejércitos), ni sólo Padre de la
patria, sino “mi Padre”, o mejor dicho: “mi Abbá”, que significa “mi papá
querido”. En su familia Jesús entró en ese “Misterio de ternura”, que es la
persona del Padre. En castellano “Papi” puede resultarnos un poco cursi; en
mallorquín suena con gran respeto y ternura “munparet”.
Fue una
experiencia muy personal de Jesús, a partir de su bautismo, cuando escuchó
una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo querido” (Mc 1,11). Experiencia que
transmitía en su acción liberadora cuando curaba enfermos o sacaba malos
espíritus: “Sed compasivos como es compasivo vuestro Padre” (Lc 6,36). “Vayan
a aprender lo que significa: misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13).
“Jesús los miró indignado, aunque entristecido y les peguntó: ¿Qué está
permitido en sábado? ¿Qué es lo que creen que le gusta al Padre que hagamos
en su día: Salvar una vida o dar muerte?” (Mc 3,4). O cuando les decía que
“habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por
noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse” (Lc 15,7). Cuando les
contaba la parábola del hijo pródigo, que debería llamarse “la parábola del
padre pródigo en misericordia”, y les revelaba cómo es el corazón del Padre y
como le estaba íntimamente unido: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre”
(Jn 14,9). O cuando preguntaba en
otra parábola: “¿O es que te molesta que yo sea bueno?” (Mt 20,15).
Un trato íntimo y
especial que cultivaba en la oración que hacía a solas, cuando se retiraba por
las noches o en las madrugadas (1,35). O cuando oraba en público; “Te alabo,
Padre, Señor de cielo y tierra, porque ocultando estas cosas a los sabios y
entendidos, se la diste a conocer a la gente sencilla” (Lc 10,21).
Una confianza y
una fidelidad que no perdió ni siquiera en los momentos más duros: En
Getsemaní, “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa, este mal trago, pero
no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). “Ahora mi espíritu está
agitado, y ¿qué voy a decir? ¿Que mi Padre mi libre de este trance? No;
Padre, da gloria a tu Nombre” (Jn 12, 27-28). En el Gólgota, gritó con voz
potente: “Eloí eloí lema sabacktani: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” y tampoco lo entendieron, pensaron que llamaba a Elías (Mc 15,33).
En el último minuto cuando se dicen las palabras decisivas: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). “Jesús gritó con voz
fuerte: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).
Un gozo que quiso
compartir con sus discípulos, en su pascua de resurrección: A María
Magdalena: ”Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre, a vuestro Padre, a mi
Dios, que es vuestro Dios” (Jn 17). “En
la casa de mi Padre hay muchas habitaciones y yo voy a prepararles un lugar”
(Jn 14,2).
---/ En este Año
de la Fe, preguntémonos sinceramente
¿Es éste el Dios
en quien creemos?
¿Tenemos
experiencia espiritual de un Dios que nos conoce por nuestro nombre y nos
dice siempre: Tú eres mi hijo/a amado… tú me agradas… En ti he puesto mis
complacencias?
¿Hemos sabido
transmitir a nuestros hijos y nietos la imagen de un Dios Padre y Madre,
siempre acogedor y perdonador?
¿Les hemos
comunicado que en la casa de Dios y en nuestra casa siempre tendrán una
puerta abierta? ¿Qué hacemos para que comprendan que la fe en Dios y la
unidad familiar son el regalo más grande que les podemos dejar en herencia?
Renovemos la
primera formulación de nuestro Credo: CREO EN DIOS PADRE con el Slm 70 A ti,
Señor, me acojo / nunca quede defraudado. / Tú eres mi esperanza, Señor mío,
/ y mi confianza, Señor, desde mi juventud. / No me rechaces ahora en la
vejez, / no me abandones, cuando decaen mis fuerzas. / Me instruiste, Dios
mío, desde mi juventud / Ahora, en la vejez y en las canas, / no me
abandones, Dios mío.
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