Vamos a terminar la lectio sobre la parábola que nos ocupa con la aportación de uno de los grandes maestros espirituales del siglo pasado: Henri Nouwen (Holanda, 1932-1996). Su libro El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt (PPC. Madrid 1994, con innumerables ediciones) es uno de los que no hay que dejar de leer si no quieres empobrecerte.
En la red puedes encontrar el texto completo (pincha aquí), un resumen o la serie de fotografías del cuadro.
Lo importante es el método: La identificación gradual con los diferentes personajes de la parábola, de menos a más (el joven, el mayor, el anciano). Puede servir de gran ayuda la contemplación del famoso cuadro de Rembrandt, con dos falsillas que nos facilitan releer nuestra propia vida: Imaginando, en primer lugar, el itinerario que habría seguido el pintor holandés en la creación de su obra de arte; y escuchando la confesión, con gran sinceridad que invita a la confidencia, de la influencia que tuvo esta pintura en la vida de Henri Nouwen, “el pastor herido”.
“Introducción: El hijo menor, el hijo mayor y el padre
Al año siguiente de ver El Hijo Pródigo por primera vez, mi trayectoria espiritual estuvo marcada por tres fases que me ayudaron a encontrar la estructura de mi historia personal.
La primera fase consistió en mi experiencia de ser el hijo menor. Los largos años de enseñanza en la universidad, así como mi intensa implicación en los asuntos de América Central y del Sur, habían hecho que me sintiera algo perdido. Había ido de un sitio a otro, había conocido gente de todo tipo y formado parte de cantidad de movimientos. Pero al final me sentía sin hogar y muy cansado. Cuando vi la manera tan tierna que tenía el padre de apoyar las manos en los hombros de su joven hijo y de acercarlo a su corazón, sentí muy profundamente que aquel hijo perdido era yo y que quería volver como lo hacía él para ser abrazado como él. Durante mucho tiempo pensé en mí mismo como en el hijo pródigo que vuelve a casa, anticipando el momento de ser recibido por mi Padre.
La segunda fase en mi trayectoria espiritual comenzó una mañana mientras hablaba del cuadro de Rembrandt con Bart Gavigan… Mientras explicaba a Bart lo intensamente que había llegado a identificarme con el hijo menor me miró atentamente y dijo: “Me pregunto si no serás más bien como el hijo mayor”. Con estas palabras abrió un espacio nuevo dentro de mí.
Francamente, nunca había pensado en mí mismo como en el hijo mayor, pero una vez que Bart me enfrentó a esa posibilidad, miles de ideas comenzaron a darme vueltas por la cabeza. Lo primero que pensé es que, efectivamente, soy el mayor de mis hermanos; después, caí en la cuenta de lo obediente que había sido a lo largo de mi vida… Nunca me fui de casa, jamás perdí el tiempo ni malgasté el dinero en búsquedas sensuales, tampoco había “embotado mi corazón por el exceso de comida, la embriaguez y las preocupaciones de la vida” (Lc 21,34). Durante toda mi vida fui responsable, tradicional y hogareño. Pero, con todo, había estado tan perdido como el hijo menor. De repente, me vi de una forma totalmente nueva. Vi mis celos, mi cólera, mi susceptibilidad, mi cabezonería, mi resentimiento y, sobre todo, mi sutil fariseísmo. Vi lo mucho que me quejaba y comprobé que gran parte de mis pensamientos y de mis sentimientos eran manejados por el resentimiento. Por un momento me pareció imposible que alguna vez hubiera podido pensar en mí como en el hijo menor. Con toda seguridad, yo era el hijo mayor, pero estaba tan perdido como su hermano, aunque hubiera estado “en casa” toda mi vida…
En los meses que siguieron a la celebración del treinta aniversario de mi ordenación como sacerdote, fui entrando en una profunda oscuridad interior y comencé a sentir una intensa angustia. Llegué a un punto en que ya no me sentía a salvo en mi comunidad y tuve que marcharme para buscar ayuda y trabajar directamente en mi curación profunda. Los pocos libros que me llevé trataban de Rembrandt y de la parábola del hijo pródigo. En el tiempo que viví en un lugar aislado, lejos de mis amigos y de mi comunidad, encontré gran consuelo en la lectura de la tormentosa vida del gran pintor holandés y en el aprendizaje de más datos acerca de la trayectoria agonizante que le llevó a pintar su magnífica obra.
Durante horas me quedaba mirando los espléndidos dibujos y cuadros que pintó entre dificultades, desilusiones y tristezas, y llegué a comprender cómo de su pincel emergió la figura de un anciano casi ciego abrazando a su hijo en un gesto de perdón y compasión. Una persona tiene que morir muchas veces y derramar muchas lágrimas para poder pintar un retrato de Dios con tanta humildad.
Fue durante este período de inmensa tristeza interior cuando otro amigo pronunció la palabra que más necesitaba oír e inició la tercera fase de mi trayectoria espiritual. Sue Mosteller, que estaba en la comunidad de Daybreak desde principios de los setenta y que había insistido en su momento en llevarme allí, me prestó una ayuda indispensable cuando las cosas se pusieron difíciles y me ayudó a luchar contra todo para alcanzar la auténtica libertad interior. Cuando fue a visitarme a mi “hermitage” y me habló de El Hjo Pródigo, dijo: Tanto si eres el hijo mayor como si eres el menor, debes caer en la cuenta de que a lo que estás llamado es a ser el padre”…
Sue no me dio la oportunidad de protestar: «Toda tu vida has estado buscando amigos, suplicando afecto; has estado interesado en miles de cosas, has rogado que te apreciaran, que te quisieran, que te consideraran. Ha llegado la hora de reclamar tu verdadera vocación: ser un padre que puede acoger a sus hijos en casa sin pedirles explicaciones y sin pedirles nada a cambio. Mira al padre de tu cuadro y verás lo que estás llamado a ser. Nosotros, en Daybreak, y la mayor parte de la gente que te rodea, no necesitamos que seas un buen amigo o un buen hermano. Lo que necesitamos es que seas un padre capaz de reclamar para sí la autoridad de la verdadera compasión»…
El año y medio que ha pasado desde que Sue Mosteller me lanzó el reto ha sido un tiempo de empezar a exigirme mi paternidad espiritual. Ha sido una lucha lenta y muy dura, y todavía a veces siento deseos de permanecer en el papel de hijo y no crecer nunca. Pero también he saboreado la inmensa alegría de los hijos que vuelven a casa, la alegría de imponerles las manos en un gesto de perdón y bendición. He empezado a conocer lo que significa ser un padre que no hace preguntas sino que lo único que quiere es acoger a sus hijos en casa.
Todo lo que he vivido desde mi primer encuentro con aquella representación del cuadro de Rembrandt no sólo me ha dado la inspiración para escribir este libro, sino que también me dio la idea para estructurarlo. Primero me reflejaré en el hijo menor, después en el mayor, y por último en el padre. Porque, de hecho, soy el hijo menor, soy el hijo mayor, y estoy en camino de convertirme en el padre. Y para vosotros, los que váis a realizar este viaje espiritual conmigo, espero y rezo para que descubráis en vuestro interior no sólo a los hijos extraviados, sino también al padre y la madre compasivos que es Dios”.
Hemos ofrecido diversas maneras de acercarnos a esta joya de la corona, que es laa parábola de Lc 15. Son acercamientos que podemos practicar por turno o por simpatía. Lo que importa es llegar a saborear la Palabra de Dios, comerla, asimilarla hasta que se convierta en carne propia, en mi manera de ver y de reaccionar. Este es el cuarto paso: la contemplación.
Acabo con una confidencia personal. Fue mi amigo Luis Quesada quien me regaló mi ejemplar del libro de Nouwen. Para mí es uno de aquellos sacramentos de la vida cotidiana de que hablaba L. Boff, pues tiene la dedicatoria (31 oct 97, Santo Domingo) de una madre a quien le secuestraron y asesinaron un hijo adolescente. Dice: "Estos son los pensares que más nos han ayudado en estos momentos. Algo que Nico (su hijo) supo a su tiempo leyendo "¿Nacer de nuevo?", y nosotros hemos visto como renovado descubrimiento. En el duro hermano mayor del que tanto tenemos y en el todo-padre que todos podemos ser con Dios generoso y cariñoso".
La parábola que descubre el punto de cicatrización de que hablaba Péguy. La riqueza de lectura multisecular de que nos hablaba F. Bovon, de A. Gide, de J. Ratzinger, de H. Nouwen, de una de tantas madres dolorosas que toman protagonismo en una parábola donde no aparecían las mujeres. Será porque los sentimientos del corazón del Padre Dios -dueño de la casa- son más tiernos que los de una madre.
Los expresa muy bien la canción "Quizás hoy" de Ricardo Rodríguez, que contempla la parábola con otro método nuevo: Desde la impaciencia del corazón del Padre que se asoma a la terraza.
En la versión de André Gide me da la impresión de que el motivo del regreso del Hijo Pródigo no es, en principio y como también lo sostiene Antonio Pau en "Vida de Rainer Maria Rilke. La belleza y el espanto" (p. 283), el arrepentimiento sino la cobardía ante la lejanía y, sobre todo, la soledad. No estoy del todo de acuerdo con Pau porque en los diálogos que sostiene el Hijo Pródigo con su padre, hermano (mayor) y su madre hay un asomo de nostalgia por el afuera de la Casa. Sin embargo, la aportación recreativa de Gide consiste en introducir un "Hermano menor" a la parábola. Tal introducción dialógica supone, hasta cierto punto, la confirmación de la hipótesis de cobardía y no del arrepentimiento. Sin embargo, creo que en "Los apuntes de Malte Laurids Brigge" de Rilke, al final, nos presenta una de las tesis más provocativas, a saber, la del "amor intransitivo" donde el Hijo Pródigo regresa a Casa para asumir su pasado. Pasado que, después de haber llevado vida de pródigo, quizá ya no le pertenecía. Era OTRO. Fue recibido como el que se había ido, no como el que ahora, OTRO, regresaba.
ResponderEliminarOjalá Te sea de alguna utilidad mi comentario.
Por mi parte, me identifico con uno de los perros, de la jauría de Heráclito, que "ladra a quien no conoce".
Cordialmente,
Un neófito en la lectura